Monday, April 07, 2008

La casa de Arguedas

de Jack Flores


La casa de Arguedas (Edit. San Marcos 2008) se suma a su libro de relatos Lecciones para un suicida, que fue ganando adeptos entre lectores peruanos y, con este trabajo refuerza su estilo literario, augurándole buena receptividad en la literatura peruana. De los relatos consignados, deliciosamente leidos en un viaje de ida y vuelta al Seguro Social (para una atención médica de rutina) me permite sugerirlo. De fácil lectura y nos envuelve de principio a fin con sus temas y su tratamiento de los mismos. Divertido e ingenioso. Lo acogemos con agrado en este rincón literario.

Mejorando su calidad. un abrazo y a leerlo.

Les dejo con una nota de cotracarátula de Raúl Jurado Párraga, y el relato breve, como la mayoría de ellos, La muda.


La escritura de cuentos, o cualquier forma literaria se construye muchas veces desde los márgenes de la intertextualidad. En los cuentos de Jack Flores ese guiño es notorio. Desde la minimalización del relato (Suicida) que recuerda la infancia de Augusto Monterroso, hasta la soledad que persigue a sus personajes (La jefa, En la botica, El poeta) que nos hace recordar la frustración existencial de los personajes de Julio Ramón Ribeyro. Cada cuento de este libro está cincelado con maestría. El lenguaje es el artífice de lo fantástico en un cuento (El mono) y el absurdo kafkiano contamina varios cuentos. También aparecen como ejes temáticos en algunos cuentos la andinidad y la nostalgia, la que recuerda a Antonio Gálvez Ronceros; esto se puede leer en: La casa de Arguedas y Diego Martín. Pero a la presencia de esta influencia dada por la lectura de sus “maestros” Jack Flores le ha agregado la madurez de su propio trabajo narrativo, que silenciosamente va ocupando un lugar importante en el proceso de la nueva narrativa de nuestro país.
Raúl Jurado Párraga

LA MUDA

Conocí a Lidia en su trabajo de mesera. Llevaba un delantal azul cielo. Su larga y abundante cabellera negra contrastaba con su piel blanca como la sal. Pero yo me enamoré de Lidia por su manera de correr, daba grandes zancadas que hacía difícil alcanzarla, a la vez que me hacía reír. “Lidia –le digo-, si tú fueras maratonista, ganarías los cien metros planos”. Lidia sonríe y pone mirada de adolescente. “Ganarías más plata que Ben Jonson y dejarías de fregar platos. ¿No te parece mala idea, Lidia?”. Y ella sonríe otra vez. Lidia es siempre así: sonriente y callada, solo sus ojos hablan; ellos me dicen si mis comentarios le molestan o le agradan. Pero, en realidad, casi nunca se molesta. Lidia tiene una paciencia y una agilidad benditas. “Lidia, alcánzame el libro de Cortázar”, y ella se levanta del sillón y de un salto ya está en el estante, y de otro salto ya ha puesto el libro sobre mi mesa. “Lidia, el cafecito”, y no pasan ni dos minutos y ya está con la bandeja a mi lado.


Admiro a Lidia, difícilmente encontraría otra como ella, pero mi familia no la estima. Y cuando se enteraron de mi deseo de desposarla, me tildaron de loco, me amenazaron con enjuiciarme y echarme de la familia, amenaza última que sí cumplieron; pues me mantuve en mis trece, a pesar que hice todo lo posible para que reconozcan las virtudes de Lidia. Hablé con mi padre para que deponga su actitud, pero su respuesta fue cortante: “No tiene estatus”, y no hablaba más, encerrándose en su cara de piedra. Y cuando hablé con mi madre en la esperanza de que por el amor que me tenía y por su condición de mujer comprendiera, acabé humillado: “Con un loco en casa, basta; pero con dos, no”, y se concentraba en su telenovela, acariciando el grueso anillo que llevaba en su dedo anular izquierdo.

No tuve más remedio que irme. Alquilamos un pequeñísimo cuarto en un tugurio del centro de la ciudad. Desde entonces, nuestra vida ha sido difícil; pero nunca Lidia se ha querido quejar, ni podría hacerlo: es muda.

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