El placer de leer
Quienes descubrimos que somos lectores, descubrimos que lo somos cada uno de manera individual y distinta. No hay una unánime historia de lectura sino tantas historias como lectores. Compartimos ciertos rasgos, ciertas costumbres y formalidades, pero la lectura es un acto singular. No soñamos todos de la misma manera, no hacemos el amor de la misma manera, tampoco leemos de la misma manera.
Tampoco debemos olvidar el placer de la memoria. Leer es recordar. No solamente esos “actos ocurridos hace mucho tiempo” sino también “los actos recientes de nuestros días”. No solamente la experiencia ajena contada por el autor sino también la nuestra, inconfesada. Y no solamente las páginas del texto que vamos leyendo, memorizando las palabras a medida que adquirimos otras nuevas que olvidaremos en la página siguiente, sino también los textos leídos hace tiempo, desde la infancia, componiendo así una antología salvaje que va creciendo en nuestro recuerdo como la obra fragmentaria de un monstruoso autor único cuya voz es la de Andersen, la de San Agustín, la de Quevedo, la de Garcilaso, el inca, la de Vallejo, la de Joyce, la de Javier Cercas, la de Cortázar, la de Vargas Llosa, la de Miguel Gutiérrez, la de Miguel Ildefonso. Leer nos permite el placer de recordar lo que otros han recordado para nosotros, sus inimaginables lectores. La memoria de los libros es la nuestra, seamos quienes seamos y estemos donde estemos. En ese sentido, uno de los mayores ejemplos de la generosidad humana, como lo ha recordado Alberto Manguel, es una biblioteca.
Leer nos brinda el placer de una memoria común, una memoria que nos dice quiénes somos y con quiénes compartimos este mundo, memoria que atrapamos en delicadas redes de palabras. Leer (leer profunda, detenidamente) nos permite adquirir conciencia del mundo y de nosotros mismos. Leer nos devuelve al estado de la palabra y, por lo tanto, porque somos seres de palabra, a lo que somos esencialmente.
Como la experiencia muestra, la debilidad de nuestra memoria olvida fácilmente no solo los actos ocurridos hace mucho tiempo, sino también los recientes de nuestros días. El placer ha sido denigrado en nuestra época al entretenimiento superficial, a la distracción, a la facilidad, a la satisfacción egoísta. Confundimos información con conocimiento, terrorismo con política, juego con habilidad manual, valor con dinero, respeto mutuo con tolerancia altiva, equilibrio social con comodidad personal. Creemos que estar contentos (o creer que estamos contentos) es ser felices. Quienes están en el poder nos dicen que para sentir placer tenemos que olvidarnos del mundo, someternos a normas autoritarias, dejarnos subyugar por míseros paraísos, deshumanizarnos. Pero el auténtico placer, el que nos alimenta y nos anima, tiende a lo contrario: a tomar conciencia de que somos humanos, que existimos como pequeños signos de interrogación en el vasto texto del mundo. Quienes tenemos la fortuna de ser lectores sabemos que es así, puesto que la lectura es una de las formas más alegres, más generosas, más eficaces de ser conscientes.
La nueva narrativa peruana
La narrativa peruana —la literatura peruana en general— pasa por un buen momento. Como pruebas de ello, podemos hacer mención a las obras narrativas de escritores como Daniel Alarcón (Radio Ciudad perdida), Sandro Bossio (El llanto en las tinieblas); Miguel Ildefonso (Hotel Lima), Roberto Zeballos Rebaza (reciente ganador del premio de novela breve del BCR por Tigre hircana), entre muchas otras voces narrativas.
Esto no debe hacernos olvidar algo que no podemos dejar de señalar: si bien es cierto que la narrativa peruana ha ganado pericia y gran dominio en la técnica y la forma, no es menos cierto que, en su gran mayoría, ha perdido hondura en su relación con la realidad de la cual emerge. Valgan estas referencias para constatar la irradiación de literatura de buena ley que nos atrapa y subyuga cuando leemos el volumen narrativo de Carlos Rengifo.
La narrativa de Carlos Rengifo
Una revisión de todos los libros de Carlos Rengifo facilita la comprobación de que es uno de los escritores con una obra a la que hay que seguir con atención, si es que no se quiere soslayar a una de las voces narrativas más destacadas del Perú de este nuevo siglo.
La narrativa de Rengifo se ha inscrito dentro de la estética del realismo. Pero sus fuentes principales no son el “realismo sucio”, el “minimalismo” o “el policial negro” norteamericanos tan influyentes en los narradores peruanos e hispanoamericanos de las últimas décadas (Ricardo González Vigil lo ha considerado seguidor de Bukowski), sino la tradición realista (diremos mejor “nuevo realismo” que neorrealismo ya que nos remite a la corriente italiana de los años 40-50) peruana. En particular, Julio Ramón Ribeyro, Oswaldo Reynoso, Carlos Eduardo Zavaleta, Enrique Congrains y Mario Vargas Llosa).
Su novelística (La casa amarilla nos ratifica en ello) realiza, a su modo y en otra escala, distinta a la de los libros de cuentos del autor, sobre todo Criaturas de la sombra, un nuevo y superior intento de totalizar un microcosmos —el de la Lima de los años 90— y proponer una instantánea multidimensional como una metáfora, una alegoría, como una visión trágica sumamente corrosiva de la sociedad peruana.
La casa amarilla
A la luz de sus narraciones previas, La casa amarilla (Grupo Editorial Norma, 2007) resulta una especie de vuelta de tuerca a la temática de la inadaptación social. En primer lugar, La casa amarilla se aparta de la noción de realidad reinante, con una mezcla de lo insólito y lo grotesco, con una sutileza marcadamente satírica, que recuerda a Gogol. En su desarrollo las peripecias de la protagonista, Delicia, tienen aspectos de pesadilla perturbadora pero también elementos maravillosos, fantásticos.
La casa amarilla es un libro que ofrece distintas lecturas a distintas edades. Delicia es, en realidad, una adolescente en un mundo de adultos lleno de reglas contradictorias, con instrucciones que ellos mismos no respetan, valores que no tienen un sentido emocional. Delicia trata de comportarse siempre con una cierta lógica humana en un mundo completamente loco. En cada etapa de mi labor como lector y editor (a fin de cuentas un editor es un lector) hubo una lectura de Rengifo que correspondió a esa etapa. En este momento cualquier persona más o menos racional ve el mundo actual como un lugar de locura, ni racional ni justo. En ese sentido, el mundo de Delicia, el mundo de La casa amarilla es un espejo perfecto.
Es que la insolencia del mundo es extraordinaria en este momento. Estamos conviviendo con asaltantes, asesinos, torturadores, y aceptamos que esta sea nuestra cotidianidad. Cuando Erasmo hace el elogio de la locura, rescata la locura iluminada, la del artista. La gran diferencia entre el mundo humanista de la época de Erasmo y el nuestro consiste en que a nosotros nos falta esa perspectiva racional. Actualmente la locura maliciosa prevalece, y toda crítica se incorpora a esa forma de maldad, a esa locura profundamente destructiva. Cada época conlleva ese aspecto de la locura, pero tengo la impresión de que lo que ahora falta son testigos. Todos los momentos los tuvieron, en especial, los más terribles: José Stalin, Adolph Hitler, Pinochet, Bush, también los militares argentinos, los peruanos. Siempre hubo un grupo de gente luchando por dar testimonio, por decir lo que estaba sucediendo. Pero actualmente, el peso de las grandes corporaciones económicas anula el disenso.
No hay una fuerte voz crítica, no existe ya ese punto fijo racional dentro de la locura del mundo. Creo que eso se ha debilitado pero no perdido.
La figura del lector que proponemos a partir de su lectura polemiza con la del lector modelo propuesta por Umberto Eco. Este le asigna al lector un rol activo en la determinación del sentido de un texto. Nos quedamos con la lectura borgeana por placer, con la lectura lúdica. Cuando leemos por placer no afirmamos que transformamos el texto en otra cosa, pero sí que, a través de los espacios que habilita el autor en el texto, podemos internarnos incluso en terrenos que el escritor desconocía.
Tengamos en cuenta que Rengifo se proclama un escéptico que todo lo cuestiona, sin creencias ni convicciones definitivas en ningún terreno:
“La vida de los escritores está plagada muchas veces de anécdotas, impresiones y circunstancias que perfilan una forma particular de ver el mundo. Que nacen con un signo inequívoco señalándolos desde la infancia, es probable en ciertos casos, mientras que, en otros, hace falta el fogonazo predestinado, aquel episodio motivador que inocule el virus artístico y creativo que hay en todo escritor e inicie el camino literario hacia su consecuente destino”. Precisamente lo medular en la perspectiva de la protagonista de su nouvelle es que hace trizas los criterios de realidad en que se apoyan los realistas: los principios lógicos de identidad y no contradicción; las leyes de la causalidad; el carácter lineal e irreversible del tiempo; los limites entre vigilia y sueño, realidad y ficción, etc.
La casa amarilla nos enfrenta a un libro que, sin explicación previa alguna, nos sitúa en la habitación de una interna de un sanatorio lo que nos prepara para adentrarnos en “una temporada en el infierno” en el marco de la estadía de la protagonista, lo que acarreará en un momento determinado la posibilidad de caer en la tentación de perder la perspectiva de cordura y demencia ofreciéndonos una variante ingeniosa de uno de los temas clásicos de la imaginación creativa: el de la locura (en la estirpe de Alonso Quijano, el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha) con una intensa orientación psicológica y vivencial (y no metafísica y especulativa, como la que caracteriza a muchos seguidores de la estela de Borges), convergentemente con ello, la distancia espacial y temporal será anulada en muchos de sus episodios.
Los lectores, muchas veces, esperamos de los novelistas una ayuda en el momento de entender nuestra “escena contemporánea”. Esta novela asume el reto al mostrar, sin decirlo de manera formal, cómo la atmósfera del momento (el gobierno de facto de Alberto Fujimori, por ejemplo) influye en los sentimientos y las posturas de las personas. La casa amarilla puede ser leída como una metáfora de nuestro mundo. No debemos pensar que esta tragedia es obra de la fatalidad, o de la política, o de la religión... No, es obra tan solo de la locura de los hombres. La locura de los hombres es la única culpable.
Rengifo cultivó preferentemente, y de una manera creciente, a partir de la publicación de su segundo volumen de cuentos, la narrativa realista, pero entregándose a un realismo que calzaba con su escepticismo: un realismo desencantado, de “ilusiones perdidas” (Balzac), donde los ideales y las convicciones, igualmente los deseos (incluyendo los turbios) y las maquinaciones (dictadas por un afán de comportarse sin escrúpulos morales, como los demás) naufragan, casi sin excepciones.
Por eso suscribimos el juicio del escritor Miguel Gutiérrez, quien ha señalado sobre La casa amarilla que “Con esta novela, Rengifo da un giro singular en su producción literaria, dejando en evidencia su versatilidad creativa”.
En La casa amarilla su obra más admirable (compleja y simbólica como en el mejor Ribeyro o Luis Loayza), la noción de que la realidad ramplona sofoca toda salida trascendente (juguetonamente simbólica) permitiría hasta una explicación de la pérdida de coherencia del orden y de la cordura de su entrañable protagonista Delicia con un final que se siente estoicamente liberador, y donde uno termina cuestionándose el sentirse dueño de sí mismo. Apoyándose en la tradición de Erasmo, de Lewis Carroll, de Congrains, en nuestro medio, Rengifo defiende los desarreglos creativos de las personas contra una demencia generalizada que baja desde el poder y que no da lugar al discurso crítico ni al disenso.
Rengifo con La casa amarilla nos sumerge en una lectura que nos devuelve el placer que consiste en ese extraño sentimiento de intimidad compartida, de sabiduría regalada, de maestría del mundo a través de un mero juego de palabras.
Nuestra intención en esta aproximación a La casa amarilla no es otra que favorecer su lectura cabal, honda y completa, tanto del lector promedio como del especializado. Si al final lo hemos conseguido, nos daremos por satisfechos.
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