Cerré mi libro de Tradiciones orales. Edimerial 2007. Conociendo algo de: el Tunche, el Ichic Ollcko y La Mónica, y quise dormir un poco. O soñar un poco. El libro se lo obsequié como un gesto de amistad y admiración a la escultural aeromoza que me brindó agua y una cajita de bocadillos y una dulce sonrisa.
Yo no creo en la existencia de esos duendecillos pero, viré a través de la ventanilla y vi un extraño ser sobre las alas del avión... y me miró. Estaba afanoso, aferrado a un costado de una de las turbinas del avión de Lan. El cielo brumoso no permitía ver con claridad lo que hacía. Pero, quién podría ser: sólo un loco o yo era el loco. Quise gritar, llamar la atención de los demás pasajeros, pero supuse que era el reflejo distorsionado de algo, pero creo que no.
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Hice algo de sombra y oscuridad con mi mano para ver mejor, pero allí estaba ese ser. Era un ser, más bien pequeño, o mediano, vestido con una gran casaca con cachucha, que el viento jaloneaba. Pasó la aeromoza y le pregunté con la mirada, si todo estaba bien. Miró en derredor y encogiendo sus hombros, le entendí que, todo estaba bien, que no había de qué preocuparse…
El cuello, sentí que me dolía, y los ojos que los había tenido mirando buen rato por la ventana, también. Cuando iniciaron el procedimiento de aterrizaje y volví a mirar las luces de la Ciudad Blanca -cuando cae la tarde, la noche primorosa con sus enormes chispas nos muestran las luces de la gran ciudad- vi una ráfaga de luz, que recorría el ala de extremo a extremo, parecía un rayo que se descargaba en el ala. No dije nada. Podía estarme afectando la nevada, la altura. No sé qué mierda podría estarme pasando. Pero hacer el papel de idiota, tampoco.
Bajamos del avión. Lo hice por la puerta de cola y, con disimulo, como un despistado –antepenúltimo en la fila india-, me aproximé a la turbina que se iba terminando de rugir. Vi algo que no debí de ver.
En los pasillos del aeropuerto Rodríguez Ballón, pasó por mi lado una de las aeromozas del avión, flanqueada por sus colegas –arrastrando una pesada maleta-, y me dijo acercándose a mi oído: ¡maldito perro¡ ese avión no debió llegar nunca.
Su dulce encanto y atractivo cuerpo, que me había cautivado al subir, se congelaron en mi mente. Al llegar a la puerta, sentí una ráfaga de viento helado. Cerré la chaqueta hasta que el cuello quedó abrigado.
Una ambulancia aguardaba a un lado de la puerta del aeropuerto, esta vez, con más gente y periodistas aguardando algo. Unos loqueros me hicieron cambiar de acera. Y subí a un taxi.
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